La cosificación del tiempo

Tipo de entrada

Temas

Autor

Fecha

Compartir

El sentido del tiempo ha cambiado mucho en los últimos años. Antes su uso o desuso no era algo que mortificase a nadie. Hoy el tiempo es un capital que se tiene que invertir en algo que nos devuelva un resultado, una nueva adquisición. Antes, se podía escuchar a alguien lastimarse y decir “He pasado por una mala racha”, ahora la queja es: “¡Cuánto tiempo perdido por estar mal!”. Ya no es la emoción lo que está en el centro, si no el reloj. Cuando una pareja rompía, había un dolor por la pérdida de la pareja, ahora se escucha “Ya he perdido muchos años por estar con esta persona“.

Los años, los días, las horas… Nos hemos vuelto cronocentristas y esas unidades inventadas dirigen nuestras vidas.

Pensemos en el enunciado “Hay que aprovechar el tiempo”, ¿qué quiere decir? Probablemente, en función de lo que signifique para ti, vives con más o menos ansiedad al respecto. Creo que yendo al sentido universal, tiene que ver con la cantidad de cosas metidas en una unidad de tiempo, lo cual para muchos, además no es una mera frase o sugerencia, sino más bien un mandato. ¿Cómo se meten cosas en el tiempo? Produciendo¿Y cómo metemos muchas cosas en poco tiempo? Con prisas (aunque los gurús de la productividad me dirían que organizándote). Producir con prisa esa es la orden universal para que uno pueda tener la conciencia tranquila sobre su empleo del tiempo.

Se ha vuelto un medio para un fin, y, si nos salimos de ese fin, ya no podremos decir que hemos aprovechado bien el tiempo. Ahora, ¿por qué es una cuestión tan angustiosa para muchos? Pues porque a veces creemos que esto es sinónimo de aprovechar la vida. Una vida bien vivida, es aquella en la que pasen muchas cosas y se producen cosas. “¿Cómo te va la vida?” Le pregunta un amigo a otro. Si la respuesta es “Bien, a tope; escribí un libro, me caso en noviembre, he reformado la casa, el mes que viene me voy de vacaciones…” Entonces, el amigo dirá, qué bien esta este tío. Ahora, como responda, bien, sin novedad… ¡Uy, uy, uy! Qué vida más desaprovechada. Sin embargo, es una insensatez asociar la ocupación con la felicidad, pues su correlación es nula.

Cuando una persona no “ha hecho” cosas que pueda poner en una lista, se considera que ha perdido el tiempo (como si este no quedase perdido de todas maneras). Ahí está el engaño, en la fantasía colectiva de que hay una forma de NO PERDERLO. ¿Dónde se supone que se almacena cuando haces más cosas?, ¿tendrás más recuerdos?, ¿los recuerdos son el tiempo empaquetado? Acaso si el plan no es nuevo, o la cantidad los eventos distintos, ¿no se generan recuerdos?

De adolescente, fui con mis amigas de Interrail1. Visitamos cinco países en unos quince o veinte días. ¿Qué recuerdo? ¿Cinco países? No… recuerdo algún vagón del tren, recuerdo algunas personas que conocimos, y por supuesto muchas anécdotas. ¿Nos habrían pasado menos cosas por elegir dos países o dos ciudades para nuestro itinerario? Probablemente no, pero caímos en la falacia del cuanto mejor y corrimos de un albergue a otro.

Las mayoría incurre en este pecado y lejos de parecerse sus vacaciones (véase: periodo de descanso) a ese dolce faire niente de los Italianos, las han convertido en una competición donde gana el que más monumentos haya visitado, y visitar significa algo tan vacío como ir, fotografiar y volver. Es agotador. ¿Se nos olvida que no somos influencers que vivamos de publicar cincuenta lugares distintos con sus 300 restaurantes? ¿Hay un creer que uno es más interesante si puede desplegar el listado de actividades sin coger aire? ¿Creemos que cada novedad nos recompensará con mayor longevidad?

Hace poco vi un pequeño video donde una madre reflexionaba al leer el trabajo que su hijo había escrito para el colegio tras las vacaciones familiares. Los padres habían organizado una supervacaciones para sus tres hijos, y les habían llevado en barco, a un parque de tirolinas, al parque de atracciones, y comprado un montón de cosas, para que los niños no se aburriesen y sintiesen que habían sido “unas vacaciones aprovechadas”, es decir, felices. Cuando la madre leyó el escrtio, se topó con que no había mención sobre ninguno de los grandes planes, solo hablaba de lo mucho que había jugado con sus hermanos, del día que cenaron pizza y de que habían visto a sus abuelos. Probablemente, ella pasó estresada la mayor parte del viaje, corriendo de un sitio a otro, y planificando cada actividad. Su conclusión fue “menos basta“.

¿En qué momento empezamos a creer como adultos que existe la alquimia que convierte los minutos en piezas de oro o de latón en función de cuánto de lejos nos hayamos ido, cuántas cosas hayamos visto, y cuánto hayamos publicado? En mi infancia no hice grandes cosas, pasé la mayoría del tiempo en el mismo parque, el cual, fue suficiente, ya que en esa época o generación no buscábamos la variedad, ni la cantidad, buscábamos pasarlo bien, aunque claro, siempre rascábamos “cinco minutitos más“.

El problema ya no es solo el mandato universal que tanto ayuda al capitalismo a que seamos consumidores abnegados, si no que lejos de producir felicidad, ocurre como con la mayoría de los síntomas, ya que esto podríamos decir, es un síntoma social: si lo haces no te sientes bien (estás estresado, agobiado, corriendo…), pero si no lo haces te sientes fatal y culpable. Por eso algunos dicen que lo más anticapitalista y rebelde que uno puede hacer hoy en día, es perder el tiempo sin sentirse culpable.

Los tiempos de no avanzar, de no crear, de estar y ver qué pasa, curiosamente son los que más recordamos. Conversaciones, paseos e instantes donde aparentemente no pasaba nada, son justo los que sin darnos cuenta, se vuelven significativos. A veces, lo mágico de vivir, ocurre en el tiempo muerto.

Notas

[1] El Interrail es un billete o pase disponible a los ciudadanos residentes en Europa que permite viajar en tren durante un periodo específico en un gran número de países de Europa. 

Relacionados

Salvar a los ‘cobardes’

Una sociedad Sheinizada

El encefalograma plano inunda las aulas

Sin inconsciente no hay empatía